Familia ensamblada: ¿distintos niveles de amor?

Por Martín Alomo

Martes 14 de Diciembre de 2021 - 14:04

 

Familia ensamblada, foto genérica.*Por Martín Alomo

“Ensamble” es el término al que se suele recurrir para caracterizar a una familia que se compone con una pareja parental e hijos de los cuales al menos uno de los progenitores es un “ex” o, como también se dice, cuando hay “hijos de un matrimonio anterior”. ¿En una familia ensamblada hay distintos grados de amor?

 

El ensamble paradojal

“Ensamble” es el término al que se suele recurrir para caracterizar a una familia que se compone con una pareja parental e hijos de los cuales al menos uno de los progenitores es un “ex” o, como también se dice, cuando hay “hijos de un matrimonio anterior”. No deja de resultarme curioso que se apele a ese término que entre otras cosas significa “juntar”, “encastrar”, para referirse a la constitución de una familia.

 

A la vez no me sorprende porque, efectivamente, creo que todas las familias son “ensambladas” ya que condensan en ellas la paradoja de ser célula originaria constituida por elementos exogámicos. O dicho de otra manera: para que una familia se constituya como tal es necesario que la pareja parental, cada uno de los integrantes, haya “roto el cascarón” primario y por lo tanto dado el paso necesario hacia fuera de “la casita de los viejos”.

 

Si además de no sorprenderme sin embargo me llama la atención el uso del término “ensamble”, como decía al principio, se debe a que lo encuentro redundante. Tanto como “hijo adoptivo” para referirnos a aquellos de los que no somos sus progenitores. En este caso, pienso que todos los hijos son adoptivos, de lo contrario, no encontrarían ese lugar en un adulto.

 

En cuanto a las familias, opino que son todas ensambladas, justamente por lo que comentaba en el párrafo anterior: aun cuando a los hijos les parezca lo más natural del mundo, sin embargo están hechas de elementos extraños: cada integrante de la pareja parental se ha juntado con una/o de otra casa, de otro barrio, de otro sexo; a veces con alguien de otras latitudes; tal vez, con alguien que habla otra lengua materna; un Capuleto con un Montesco, Paris con Helena, la novicia María y el Capitán Von Trapp. Pero eso sí, siempre Otro, así con mayúscula para señalar su diferencia y exterioridad radical, esa es la característica principal de aquel con quien alguien se junta para fundar una familia: la “in-familiaridad” (esto guarda una relación fuerte con el término alemán Unheimlich que podríamos traducir como “ominoso” y que ha sido elevado por Freud a la categoría de concepto; solo lo menciono ya que no lo desarrollaré aquí).

 

El ensamble musical

Lo más complicado de ensamblar, dicho ahora en un sentido musical, lo más difícil de hacer sonar bien en esta nueva instrumentación, en este nuevo arreglo, es el amor entre hijos y padres afines -así define nuestro actual Código Civil a las figuras antiguamente llamadas madrastras, padrastros, hijastras/os-. “La hija de él es muy complicada, pero igual aprendí a quererla. La quiero. Pero por supuesto que quiero mucho más a los míos” me decía recientemente una paciente a propósito de su ensamble. “No me importa lo que me dice porque solo es el novio de mi mamá” decía un adolescente disgustado con alguna directiva procedente del hombre que convive con su madre y con él desde hace una década. Los reparos son bidireccionales, por supuesto: hijas, hijos, madres y padres afines tienen argumentos para querer menos al otro (menos que al consanguíneo).

 

Además, por qué no decirlo, si bien de modos muy distintos, en todos los casos los unos evocan en los otros una pérdida o una presencia dolorosas. Para los hijos, padres y madres afines son correlato de la pérdida de la pareja de progenitores unida; para los adultos, los hijos afines representan la presencia inextinguible del padre o la madre de los chicos pronta a aparecer en el momento menos pensado como una especie de espectro que todavía puede provocar algún incordio desde un más allá nunca tan lejano como para no tener incidencia. Como sea, además de lo que digan los afectos -irracionales- probablemente incorregibles e imborrables, hay algunas actitudes de los adultos que complican las cosas. Paso a explicarme.

 

Más allá del cariño que pueda sentir directamente un adulto por el hijo de su partenaire, entiendo que dicho afecto es una variable dependiente del amor de pareja. Parafraseo las palabras de alguien a quien escucho a menudo: ya que no me une con mis hijos afínes un parentesco consanguíneo ni una historia compartida desde sus orígenes -su existencia preexiste al vínculo de mi pareja ensamblada- la mayor o menor apertura que yo pueda poner en juego, mi mayor o menor predisposición a adoptar como hijos a los de mi compañera se funda en el amor que siento por esta. Tal vez sea más clarito todavía transcribir así sus palabras: podré querer más a mis hijos afines si profundizo de un modo más jugado mi amor por mi pareja ensamblada, si me comprometo más en ese sentido.

 

¿Cuál sería la lógica que organiza este planteo? Voy de lo más sencillo y evidente a lo más complejo. En primer lugar, podría decir uno de los miembros de la pareja: no hay razón para que yo tenga algo que ver con los hijos de mi nuevo partenaire salvo el hecho de estar en pareja con él/ella (creo que un buen ejemplo de esto es el personaje Henrik, de la serie sueca de Netflix “Bonus Familjen”, que en el idioma original significa algo así como “Familia Ensamblada”). Luego, no es natural ni necesario que hijos y padres afines se quieran o se acepten, salvo que haya una gran propuesta amorosa que oriente en ese sentido desde la pareja que comanda el ensamble. Por último, tres consideraciones que propongo imaginar en boca de uno de los miembros de cualquier pareja ensamblada: 1. lo mejor que yo pueda hacer por los hijos de mi partenaire será un remedo siempre deficitario en comparación con la marca originaria, que por ser tal da la clave de un amor “primero y puro”, canónico; 2. la gratificación narcisista brindada por los hijos de él o de ella, de un matrimonio anterior, resulta muy inferior para quien no es el progenitor, ya que no están dadas ciertas condiciones de identificación primaria mutua que sí están presentes en las familias previas y que facilitan la ilusión de que ellos -los hijos- “me realizan” y “me continúan”; 3. la presencia ya mencionada, más o menos evocada, más o menos concreta, de los progenitores extraños a la pareja ensamblada funciona como una actualización permanente de la falla constitutiva de la nueva familia.

 

La falla originaria

Las familias nucleares primarias cuya pareja parental coincide con la figura de los progenitores también están falladas de entrada pero la ilusión narcisista de los hijos como continuación y trascendencia de la pareja de padres -más aún, ascendiendo por el árbol genealógico hacia los ancestros en una ramificación extendida- es tan potente como velo de la falla mencionada que logra disimular tal defecto. Cuando digo “fallas” me refiero a las flojeras e indecisiones de cada una/o; a las contradicciones a veces absurdas; a la inmadurez de tal o cual “nena/e de mamá” -hablo de los adultos- que no se muestra a la altura de los nuevos desafíos; etc. Mientras tanto, las familias ensambladas lidian francamente contra la corriente asumiendo el lugar de los ya experimentados a los que la sociedad no les brinda holding, no los banca del mismo modo que a los primerizos. Ellos ya son grandes y ya tuvieron la oportunidad de fracasar, ahora que se las arreglen solos si tienen ganas de complicarse la vida.

 

Los ensambles familiares necesariamente desafinan, son desajustados y muchas veces suenan mal. Necesitan de un nuevo arreglo que se escribe sobre la marcha, teniendo en cuenta instrumentos y voces que no siempre son los más compatibles pero son los que hay.

 

De todos modos, como decía, mientras escribo esto no puedo dejar de pensar que todas las familias son ensambladas. Mal, bien o más o menos. Y a todas se les notan los puntos de fisura. En las fusiones familiares con hijos de matrimonios anteriores los puntos de mayor vulnerabilidad suelen estar referidos a los denominados “vínculos afines” que, como tal y continuando con la metáfora musical, propongo entender del siguiente modo: se trata de ensambles que necesariamente desafinan y suenan mal y que, de antemano, los adultos que fundan la nueva familia inclusiva, con historias previas, deben estar dispuestos a afinar todos los días, ya que no hay ilusión de complementariedad ni engaño narcisista que sirva para disimular la cacofonía.

 

La herramienta más poderosa para hacerle frente al ruido es el amor que se profesan mutuamente los integrantes de la pareja ensamblada, única fuerza capaz de propiciar que los melones se acomoden en el carro sobre la marcha. Si además hay inteligencia para capitalizar la experiencia (aprender de los errores que ya se cometieron y, en lo posible, no repetirlos) tal vez la aventura sea posible. Luego, será incumbencia de cada familia determinar si su arreglo suena a sinfonía, ópera, tango, zarzuela, blues, reggaetón, etc.

 

*Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Metodología de la Investigación. Profesor de y Licenciado en Psicología (UBA). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).